lunes, 30 de junio de 2014

Lo recordé.

Estaba en casa, sentado en el sofá verde que hay en frente de la televisión, aunque tenía la televisión apagada, la televisión y la luz, estaba toda la casa a oscuras sintiendo el manto gris que da el blanco de la luna, estaba toda la casa a oscuras y se respiraba un aroma de nostalgia, estaba sentado en el sofá verde pensando, recordando que hace dos días estaba entre mis brazos, estaba dedicándome sonrisas que, a día de hoy considero simuladas. Recordando la pasión que nos unía, el lunar en su hombro y su risa empapada de carmín. Acordándome de los segundos triplicando su velocidad, su mirada marrón, su fuego, ese fuego que brotaba, ese fuego que cegaba, ese fuego que daba vida a las estatuas. El fuego que salía de su cabeza y caía por su espalda. Recordando momentos, los baños en el mar, los juegos infantiles, las miradas enamoradas. Un amor, parecía, que nunca se acababa.
Y me levantaba y daba vueltas a la mesa, me levantaba y miraba al techo, miraba al techo sin saber qué hacer, me levantaba y tumbaba esa fotografía que me perseguía con la mirada.
Bajaba las escaleras a las doce de la noche con las luces naranjas de emergencia alumbrando mi rostro afligido. Daba pasos de sonámbulo, cada paso que daba resonaba en mitad de la noche, miraba a los lados, miraba al cielo falto de estrellas y miraba mis manos congeladas. Sintiendo su recuerdo en cada rincón de mi mente, en cada palabra, en cada sombra, en cada sonido. Sintiendo su recuerdo recorriéndome el cuerpo bajo la luz de una farola. Recordando la harmonía que desprendía ese piano que tocaba, recordando los susurros, recordando su aliento en la oreja cada vez que me susurraba y evocando cuando se mordía el labio con ese erotismo que la caracterizaba. Recordando los besos en aquella esquina del cuarto, recordando aquel rubor, reproduciendo en mi mente aquella utopía.
Y se ha ido, y ya no está, jamás volverá a personificar el amor con un beso. Y notaba la lágrima descender por mi mejilla, notaba la lágrima morir en la comisura de mis labios, notaba el sabor a sal. Cada paso de funambulista me acercaba al lugar a donde no quería llegar, o sí. Cada mirada al suelo me hacía evocar su olor, su sabor, sus caricias.
Pobre necio, un necio que anhela un cuerpo al que abrazar, unos brazos a los que acariciar, una piel de porcelana a la que observar, inepto que ansía volver al pasado por unos minutos, iluso que suspira por recuerdos ahora perdidos en la memoria, pobre necio.
Quiero que me vuelva a abrazar, que bailemos a la luz de unas velas a las que se les va acabando la cera, quiero volver a perderme en sus caderas y encontrarme en su pupila, quiero otra puesta de sol, otro amanecer, otro atardecer, quiero volver a dejarme llevar y tan solo sentir, sentir que me quiere, sentir que la quiero.
Y lo recordé, recordé su última palabra, ese adiós amargo, esa lágrima de dolor, ese llanto reprimido.
Recordé como, a su lado, todo era más fácil. Y llegué a mi destino.

Llegué a donde todo comenzó, a la primera mirada, el lugar donde nos vimos por primera vez, llegué a la primera caricia, el primer beso, el primer abrazo, llegué al sitio  donde pasamos nuestra primera etapa de enamorados escapándonos de todo, a nuestra primera discusión, a nuestra primera reconciliación con un beso, el punto mágico en el universo que nos había visto sonreír, ese punto en el mapa que había presenciado como se me ponían los pelos de punta cada vez que pasaba por delante de mí, que había visto como, poco a poco, me iba enamorando, paso a paso, mirada a mirada, beso a beso.

Llegué aquel lugar que me había hecho comprender el significado del amor.