Estaba en casa, sentado en el sofá verde que hay en
frente de la televisión, aunque tenía la televisión apagada, la televisión y la
luz, estaba toda la casa a oscuras sintiendo el manto gris que da el blanco de
la luna, estaba toda la casa a oscuras y se respiraba un aroma de nostalgia,
estaba sentado en el sofá verde pensando, recordando que hace dos días estaba
entre mis brazos, estaba dedicándome sonrisas que, a día de hoy considero
simuladas. Recordando la pasión que nos unía, el lunar en su hombro y su risa
empapada de carmín. Acordándome de los segundos triplicando su velocidad, su
mirada marrón, su fuego, ese fuego que brotaba, ese fuego que cegaba, ese fuego
que daba vida a las estatuas. El fuego que salía de su cabeza y caía por su
espalda. Recordando momentos, los baños en el mar, los juegos infantiles, las
miradas enamoradas. Un amor, parecía, que nunca se acababa.
Y me levantaba y daba vueltas a la mesa, me
levantaba y miraba al techo, miraba al techo sin saber qué hacer, me levantaba
y tumbaba esa fotografía que me perseguía con la mirada.
Bajaba las escaleras a las doce de la noche con las
luces naranjas de emergencia alumbrando mi rostro afligido. Daba pasos de
sonámbulo, cada paso que daba resonaba en mitad de la noche, miraba a los
lados, miraba al cielo falto de estrellas y miraba mis manos congeladas.
Sintiendo su recuerdo en cada rincón de mi mente, en cada palabra, en cada
sombra, en cada sonido. Sintiendo su recuerdo recorriéndome el cuerpo bajo la
luz de una farola. Recordando la harmonía que desprendía ese piano que tocaba,
recordando los susurros, recordando su aliento en la oreja cada vez que me
susurraba y evocando cuando se mordía el labio con ese erotismo que la
caracterizaba. Recordando los besos en aquella esquina del cuarto, recordando
aquel rubor, reproduciendo en mi mente aquella utopía.
Y se ha ido, y ya no está, jamás volverá a
personificar el amor con un beso. Y notaba la lágrima descender por mi mejilla,
notaba la lágrima morir en la comisura de mis labios, notaba el sabor a sal.
Cada paso de funambulista me acercaba al lugar a donde no quería llegar, o sí.
Cada mirada al suelo me hacía evocar su olor, su sabor, sus caricias.
Pobre necio, un necio que anhela un cuerpo al que
abrazar, unos brazos a los que acariciar, una piel de porcelana a la que
observar, inepto que ansía volver al pasado por unos minutos, iluso que suspira
por recuerdos ahora perdidos en la memoria, pobre necio.
Quiero que me vuelva a abrazar, que bailemos a la
luz de unas velas a las que se les va acabando la cera, quiero volver a
perderme en sus caderas y encontrarme en su pupila, quiero otra puesta de sol,
otro amanecer, otro atardecer, quiero volver a dejarme llevar y tan solo sentir,
sentir que me quiere, sentir que la quiero.
Y lo recordé, recordé su última palabra, ese adiós
amargo, esa lágrima de dolor, ese llanto reprimido.
Recordé como, a su lado, todo era más fácil. Y
llegué a mi destino.
Llegué a donde todo comenzó, a la primera mirada, el
lugar donde nos vimos por primera vez, llegué a la primera caricia, el primer
beso, el primer abrazo, llegué al sitio donde pasamos nuestra primera etapa de
enamorados escapándonos de todo, a nuestra primera discusión, a nuestra primera
reconciliación con un beso, el punto mágico en el universo que nos había visto
sonreír, ese punto en el mapa que había presenciado como se me ponían los pelos
de punta cada vez que pasaba por delante de mí, que había visto como, poco a
poco, me iba enamorando, paso a paso, mirada a mirada, beso a beso.
Llegué aquel
lugar que me había hecho comprender el significado del amor.